I
Llega
de tanto en tanto un día en el que hay que pensarse de adentro hacia afuera.
Como si mordieran las ganas esquían entre callar y decir y me recuerdan que
siempre he sido mala hablando en voz alta. Precisamente, por necesitar esa
esquina donde dialogo conmigo misma aprendí a escribir. Creo entonces que
escribo porque no sé hablar. Habrá quien piense que con los años y con las
luces que he llevado en la oratoria esto ha mejorado. Quien lo piense habrá
visto mi vida desde los espejos.
La
verdad es que hablar se me hace cada vez más difícil. En ese ángulo siento una
nostalgia terrible del pasado, lleno de nombres, tardes con café, patios de
casa. Ahora los encuentros, los cuéntame,
los en serio, me producen un profundo
espanto. Es tanto el miedo a hablar que hasta he pasado meses donde las
palabras escritas andan en silencio. Mirarme desde adentro pasa por sentarme
como ahora, casi desnuda, sin mirar a nadie. Sólo dejando que esa voz que se
apropia de mis dedos hable.
II
“¿Qué
piensa la muchacha que pila y pila?” Hubiese preguntado una voz popular, a la
que llamo en estos tiempos donde siento las mañanas tan iguales que me cuesta
distinguir entre el miércoles y el domingo. ¿Qué pienso de los planes
cumplidos, las cotidianidades perdidas y de un par de fracasos? ¿Cómo acepto la
distancia que he escogido y como duermo las noches que despierto? La verdad
repaso las hojas con las cuales he renunciado a casi todas las cosas en la
vida. Renuncié al doctorado, renuncié a mil trabajos, renuncié a amores que
prometían casa, a amores que prometían bodas, a amores que no prometían nada.
Renuncié a tenerle miedo a renunciar y sin embargo, me aferré a la posibilidad
de renunciar.
Por
esta contradicción me cuesta imaginarme como algo distinto a una gitana urbana,
zigzagueando entre lo aplaudido y lo prohibido. Una mujer de letras cuyas
aventuras quizás se traduzcan en autobiografía con ese sabor que deja el haber
estado cerca sin nunca llegar. Entre esas cosas irrenunciables se encuentra el
derecho, como si quisiera buscar en él
una especie de alquimia. Una capacidad de transformar orugas en mariposas y
confiara que tiene el inútil don de cambiar cosas.
Como abogada la vida ha sido
cuanto menos emocionante. Creo que la emoción sentida se asocia con una memoria
meticulosa. Recuerdo la primera sentencia, la primera ley, la primera decisión
administrativa. Recuerdo el último cálculo laboral, la única medida de
secuestro. Lo recuerdo tan bien como mal recuerdo donde dejo las cosas en una
vida que se tranca por mis frecuentes descuidos.
Todo
lo que pueda alguien perder, yo lo he perdido. Todo lo que pueda alguien dañar,
yo lo he dañado. Esto menoscaba mi propia confianza y me hace dudar en todas
las personas que descuidados de mis descuidos me siguen confiando sus almas.
Sin
embargo, a veces creo que esos son mecanismos de compensación. Lamentablemente
al noble arte del derecho le tocó nacer en el mundo de los abogados e incluso
peor en la bisectriz donde se unen los abogados y los políticos que son muchas
veces, la misma cosa. Allí, el terreno siempre es un enmontado que esconde
arenas movedizas. El sol y la tierra giran sobre ejes que cambian de sentido
sin perder la sombra y tanto te iluminan, tanto te oscurecen.
En
este mundo a menudo me siento un hada y una paria. No sé exactamente con cual
pie me levantaré cada día. A veces, siento que vuelo sobre el paso pesado de
los colegas. Con sus maquinitas que fabrican trabas y otras, me siento la mas
impotente portadora de soledades. ¿Con qué sueña una cuando está en donde otros
quisieran sin querer lo que los otros quieren? ¿con qué se deleita la sencillez
en mundos tan complejos? ¿cómo una rema sin ir en contra de la marea pero
tampoco a favor?
III
La
verdad es que nunca me ha importado el dinero. No sé si eso refleja mi
socialismo o mi base capitalista. El dinero es un fastidioso ente que nos
domina. Por él o por no tenerlo pasan a diario las más grandes de las
tonterías. La verdad es que pienso poco en él aunque los tiempos me producen
las angustias que este vil produce en estas clases desposeídas. El desinterés
en el dinero no ha logrado convencerme de que no me interese el no tener donde
planificar un porvenir tranquilo. No me gustan las cosas grandes, me gustan las
cosas tranquilas. Un carro pequeño, un espacio limpio. No me gusta el dinero y
odio que su presencia y su ausencia, su desplazamiento indeseado pero
inevitable me lleve tiempo.
IV
Con
el tiempo una adquiere mañas. Eso no puede evitarse ni con el tinte que cubre
las canas. La edad es así y la hace a una mañosa. Detesto el sonido de voces
que me rodean cuando no hablan conmigo. Me generan un estado de nervios que
domino mal y esto es tan intenso como la necesidad de tomar un vaso de agua
cada vez que tomo café y de dejar media taza, medio vaso, de cada cosa que se
me acerca. En realidad, creo que soy fastidiosa a largo plazo. Como esas músicas
estruendosas que a la primera nos alegran y luego nos torturan. Soy como todas
esas cosas, un manojo de fastidios que se fastidian.
V
Si
con el tiempo una tiene mañas hay otra cosa igual de inevitable: el sufrir
cambio de aficiones y algunos pasan así, simplemente porque a ellos les da la
gana. Una de las cosas por las que fui famosa en otrora era por mi amor por las
telecomunicaciones. Estas me trajeron algunas grandes alegrías pues por medio
de estas, por ejemplo, tuve una amiga en mi abuela, conocí a sus primas,
conservé amigos con los que sólo coincidí en un momento. La verdad es que he
desarrollado una fobia a hablar por teléfono. Desde que suena, el perol se
transforma en mi existencia. Sé que de él saldrán las simples preguntas que no
quiero contestar, un rugido en la voz de alguien que se dirá decepcionado de
saber que no tengo nada que contar, que no cuento nada que no sepa, que no
quiero saber lo que cuenta. Esta es sin duda una de esas cosas curiosas. Uno de
esos puentes entre renunciar y aferrarme que tengo porque renuncio a estar
presente por aferrarme a voces, alegrías, pasados…